Pedro Higuera Pérez llevaba más de treinta años desempeñando las labores de sacristán en Isla (Cantabria) y a sus 77 años ya estaba acostumbrado a las tinieblas y la humedad que cada madrugada reinaban en el viejo campanario del la iglesia. Aquella jornada subió decidido la enroscada escalinata portando una pequeña linterna. Pero al llegar arriba, tuvo la extraña sensación de no encontrarse solo. En el habitáculo superior notó con espanto cómo lo que parecía ser un grueso bulto se colocaba frente a la tenue luminosidad que penetraba por uno de los arcos.