El Vampiro de Gador

En 1919, tuvo lugar en Gádor (Almería), un espeluznante hecho donde el misterio y el terror real, dejarían sin colmillos al mismísimo Conde Drácula.

Según la historia completa del proceso que fue publicada, el asesinato se urdió en el cortijo del Carmen, situado en el término de Gádor, donde vivía Francisco Ortega Rodríguez, alias el Moruno, en unión con su mujer, Antonia López. El Moruno se resentía gravemente de tuberculosis desde muchos años atrás. Un día, Agustina Rodríguez, la curandera que le asistía, y otro curandero llamado Francisco Leona, le propusieron un remedio salvador: beberse la sangre caliente de un niño y cubrirse el pecho con las «mantecas» -entrañas- calientes de la víctima como cataplasma. El remedio resultaría difícil y caro de obtener. Las coperas del vampirismo exigían una cantidad mínima de setecientas cincuenta pesetas. El Moruno y su mujer, tras no pocas dudas y regateos, aceptaron al fin, ofreciendo pagar con la venta de las cabras que poseían. Era preciso dar caza a la víctima de la manera planeada por el Leona. Los muchachos de aquellas comarcas suelen, en la víspera del día de San Pedro, celebrar su festividad atracándose de higos y brevas, que ese día les está permitido coger de las higueras. A unas dos leguas del referido cortijo, próximo al pueblo de la Rioja y en la orilla Andarax, hay una frondosa higuera. El Leona y el hijo de Agustina, Julio Hernández, alias el Tonto, se dirigieron la tarde del 28 de junio de 1910 a aquel lugar, y ocultándose en unos maizales próximos, esperaron al acecho.

Francisco Leona «el moruno»

Era un día luminoso y por el cauce del río bajaban, medio desnudos, tres niños con la ropita al brazo tras haberse bañado. El más angelical y menor de ellos, Bernardo González Parra, de siete años, que no podía correr tanto como los dos primeros, quedó algo rezagado. Entonces el Leona, aproximándose hasta la orilla, le cogió el brazo. El niño se asustó; pero el Leona, ofreciéndole brevas y albaricoques, le introdujo en la espesura de los maizales, dirigiéndose hacia el barranco.

A los pocos pasos, el niño, tratando de resistir, rompió a llorar, y el Leona, para acallar sus gritos, sacando un saco que a prevención llevaba, le introdujo dentro, y después de atarlo bien, se lo entregó a Julio para que se lo cargara sobre las espaldas. (…) Al fin, llegaron a la vista de un cerro, cuya cima ocupa el cortijo de San Francisco. Desde arriba, Agustina, la madre de Julio, les hacía señales con un pañuelo. Subieron (…). En aquel momento salió Elena, cuñada de Julio, con un cántaro al brazo.

-¿Traes la faca?- preguntó Agustina al Leona. Y ante la afirmación de este, ordenó a su hijo José, en el regreso de su trabajo, que fuese a avisar al Moruno, cuyo cortijo estaba situado a tres kilómetros del de San Francisco. (…).

Al poco rato llegó el Moruno. El Leona sacó al niño y Julio le suspendió por la cintura. Agustina, desabrochando la camisita del pequeño, levantó su brazo izquierdo para que le hiriese el Leona, y este Introdujo su faca en las proximidades del corazón, agrandando la herida para aumentar la salida de sangre que fluía a borbotones cubriendo el pecho y la carita del niño.

-¡Papito ¡Mamita! -suplicaba llorando la víctima,

El Moruno, Impasible, cogió el vaso lleno de sangre con un puñado de azúcar que le ofrecía Agustina, y lo aproximó a sus la­bios.

El aquel momento exclamaba el pobre niño que en los estertores, pronto pasaría a de agonía:

¡Dios mío! ¡Dios mío!

-Mi salud es primero que Dios, blasfemó el Moruno entre los tragos de sangre tibia. (…)

El Moruno entregó entonces seis duros al Leona y dos a José y marchó a su cortijo a esperar las entrañas del niño para aplicárselas sobre el pecho.

El Leona y Agustina quisieron inmediatamente abrir el pecho al pequeño; pero José se opuso a que lo hicieran allí, y metiéndole nuevamente en el saco, le llevaron al campo.

Era ya entrada la noche. A la luz de la luna comenzaron su camino: Julio iba delante con el fardo sobre la espalda; le seguían el Leona y Agustina. Al llegar al barranco de San José desataron el saco. El niño vivía aún y lanzaba sollozos entrecortados. Julio en­tonces, para rematarle, arrojó sobre su cabeza piedras enormes que le destrozaron el cráneo.

Leona reconoció a la víctima: -Ha muerto -dijo. Con la faca le Infirió una herida profunda desde el esternón al pubis, y después de sacarle los intestinos, le extrajo las mante­cas, que Julio llevó enseguida al Moruno, quien se las aplicó en el pecho, ayudado por su mujer. Aquellas bestias inhumanas llevaron el cadáver a una quebrada próxima, arrojando encima una pie­dra enorme y cubriendo todo con matas verdes. Al día siguiente, Julio, porque no le habían entregado la cantidad ofrecida se presentó en el juzgado, diciendo que, al perseguir unos pollos de perdiz toco una mano de muerto que asomaba entre las matas, detenido por sospechas, confesó todo. (…).

Hay testimonios irrefutables de que este bestial infanticidio se produjo a la sombra del caciquismo. Los corresponsales escribían desde Gádor conocían bien el parentesco del criminal: «Se ha visto con entera claridad por todos que al lado del asesino Leona, estaban, pretendiendo ocultarle la responsabilidad tremenda responsabilidad que habían contraído, su sobrino, el alcalde del pueblo, y su compadre el juez municipal, quienes obrando así habían contraído también ciertas responsabilidades».

La misma curandera Agustina Rodríguez González, en la entrevista que hizo dentro de su celda, a el redactor de el diario El Popular, acusó a su compañero Leona de varios robos y asesinatos, añadiendo que en el pueblo de Gádor nunca hubo justicia, debido al poderío de los caciques parientes de Leona. (…)

La indignación del pueblo estalló el día en que falleció Leona en la cárcel a consecuencia de una gastroenteritis crónica, realizando un acto inconcebible, durante su entierro el pueblo apedreó el féretro al pasar por un barrio. El vampiro, sus carniceros y sus coperas aparecieron fotografiados por toda la nación, así como el barranco donde arrojaron al niño, también, la guarida de estos asesinos. Con esta amplísima difusión que dichos diablos, engendrados por el curanderismo y la ignorancia, existía el peligro de que el suceso fuera Imitado, como así ocurrió < El crimen de Gádor se repetiría en ocho casos.

Los escalofriantes relatos del crimen de Gádor extendieron el pánico entre la población de Almería de tal manera que en uno de sus barrios se organizó un gran tumulto por haber creído ver de nuevo en acción a otro vampiro como Francisco Leona. El efecto dominó de este crimen que se convertiría en la leyenda urbana del hombre del saco, a pocos días de la muerte del niño, estaba dando sus fatales resultados. Con el subtítulo de «¿Otra Leona?», se publi­có la desaparición de la niña Matilde, de dos años, en la prensa de Almería, que pronto sería hallada en un Hospicio, atreviéndo­se el periodista a sembrar una falsa alarma con esta interrogan­te: «¿Se tratará de otro Leona siniestro cazador de niños, destripador e infame mercader de vidas infantiles y candorosas?».

El 10 de septiembre de 1913 fueron ejecutados a garrote vil dos de los vampiros de Gádor, cumpliendo la justicia su vengan­za de sangre por sangre. He aquí la noticia que circuló por los ca­bles del telégrafo de sus últimas horas:

«Desde que entraron en capilla los reos de Gádor no cesaron de hacer protestas de inocencia. Acompañaban a los sentencia­dos varios sacerdotes, dominicos y el superior de los jesuitas, Padre Morgado. ‘El Moruno’ comió y bebió varias veces con ape­tito, fumando después cigarros puros. A ratos se mostraba aba­tido. Durmió desde las nueve hasta las dos de la madrugada y al levantarse tomó un ponche y algunos huevos, fumándose después varios cigarrillos. A consecuencia de los insistentes requerimientos de los religiosos, el reo confesó persistiendo en su inocencia. La familia del moruno se negó a verle. Agustina, vestida de negro, descanso bastante, mostrándose por momentos muy abatida. Al principio se negó a tomar los alimentos que le eran ofrecidos, lamentándose en tener que morir siendo inocente. Era presa de gran excitación y nerviosa y no cesaba de mirar el crucifijo. A instancias de su abogado, Agustina se confesó durante cerca de una hora, pero sin dejar de protestar por su inocencia.

A las seis de la mañana se cumplió la sentencia respecto a Agustina, que bajo la escalera apoyada en los brazos de los sacerdotes, por faltarle las fuerzas, el moruno, sereno, bajo con paso firme, y quedó ajusticiado a las 6:20 minutos.

En 1927,17 años después del salvaje suceso, extinguida la condena que le impuso la audiencia, fue puesto en libertad el único superviviente del crimen, Julio Hernández el tonto. Como se hallaba completamente en estado de idiotez, lo recluyeron en un asilo.

A pesar del tiempo transcurrido, el apelativo del tío del saco cuya leyenda se originó aquí, sigue, un siglo después, aplicándose igualmente a los pederastas que actúan raptando a los niños a través de Internet y sembrando el terror y misterio real.

«el hombre del saco»